Las variaciones Goldberg son muy peligrosas, no me cabe la menor duda. Si uno las escucha del piano de Glenn Gould y se dispone a preparar un steak tartare, por poner el caso, siente irremediables ganas de asesinar al primero que se cruce en su camino. Siempre he pensado que es necesario crear el ambiente apropiado para disfrutar de todo lo que a uno le rodea, incluso si eso puede provocar dolor o muerte. Qué más da. Una especie de culto a la belleza al más puro estilo de Gabriel Matzneff, que, para que os hagáis una idea, sentiría desmedida predilección por una estética a caballo entre Lord Byron y la rasmia de Ciorán.
Desde luego, no puede considerarse como objeto doméstico aquello que, además de hermoso, no se emplee con asiduidad y tenga una función concreta. ¿De qué sirve guardar esos trapos de estampado imposible que olvidó una vieja novia en los cajones de la cocina? ¿O almacenar ese plato de loza que deja a la vista horribles grabados celestes de escenas de caza del zorro inglés, cuando uno apura la terrina de paté que arrincona en el fondo de la heladera? Es mejor desprenderse de todo aquello que hace daño a los ojos y de todos esos objetos que se hicieron para poblar los estantes de espíritus baldíos abandonados del elemental y único sentido del buen gusto. A mí me ponen muy nervioso.
Pero sigamos con ese steak, no desviemos la atención del verdadero asunto a tratar, la preocupación por el mínimo detalle.
Las notas del piano sobrevuelan lastimeras por la cocina y, en mi caso, con un cuchillo de acero alemán bien afilado en la mano y un pedazo de espaldilla de vaca sobre la tabla de cortar, recuerdo esos personajes de Lovecraft -imaginad un sueño de horrores sin fin-, que siempre tememos aparezcan en cuanto uno baja la guardia y pasa confiado la página de uno de sus libros. Deslizar el cuchillo sobre el músculo y hacer un corte limpio es puro gozo, al igual que sentir la carne picada en minúsculos dados bien regulares, acomodados en un bol de porcelana inmaculada.
Limpiamos el rastro de sangre dejado sobre la tabla y seguimos con el ceremonial, mientras sobrevuela Bach el terrible. Apuramos el filo. Cortamos pepinillos encurtidos -nunca entendí qué pintan la cebolleta cruda picada y las alcaparras en un steak-, y los añadimos a la carne. Vuelta de molino de pimienta, sal, una pizca de mostaza de Dijon, salsa de soja, Worcestershire, yema de huevo cruda, aceite de oliva virgen y una punta de salsa mahonesa. Mientras damos vueltas con una cuchara y espolvoreamos una generosa cantidad de cebollino finamente picado, uno ha de tener la precaución de no subir la intensidad de la música para no volverse loco y comenzar con la sangría que desea, pero no es capaz de provocar. Aún.
El hombre es el más curioso de los animales, pienso. Ha descubierto la cocina y considera la muerte un arte, incluido el enterramiento, una auténtica ceremonia cargada de hermosas imágenes mechadas con el más terrible de los ruidos: el silencio. El verdadero enigma es saber porqué nosotros, que vivimos en un mundo preocupado constantemente en la producción masiva de cuerpos para los campos de combate, consideramos a los humanos buenos para matar pero malos para ser guisados. Yo no tengo agallas, me digo rechinando los dientes, no sería capaz de cocinar a un semejante. Aunque pensándolo bien, lo guisaría si me lo dieran deshuesado. Entonces sí lo haría.
Deben ser muchas las maneras de comerse a una persona. Ahora bien, de lo que aún no puedo hablarte es de si será lo mismo cocinar a una mujer o a un hombre. No me he parado a pensarlo, aún imaginando que la textura al corte será similar y la carne de fémina estará mucho más jugosa y esponjosa y requerirá de menos tiempo de cocinado que la de un ejemplar del sexo opuesto. Eso quiero creer.
Ya sabes, como ocurre con el ganado y según el esfuerzo realizado por el músculo en vida, la calidad de la alimentación y cómo se haya producido la muerte, obtendremos una pieza de excelente o menor hechura. Que un ejemplar muera enfermo, exhausto o con una imperceptible infección intestinal puede acarrear una merma irreparable en la calidad de su carne y que sus filetes se vuelvan oscuros, pegajosos y las vísceras no tengan esa frescura y el agradable e indescriptible olor a leche fresca que exhala un hígado o un riñón recién trinchado, después de frito.
Hay quienes ejercen de resabiados gourmets y frecuentan las exclusivas mesas de los mejores restaurantes del mundo en busca de aquello que la inmensa mayoría de mortales no podrían pretender, ni en el más bondadoso de sus sueños, llevarse a la boca. Ni tan siquiera un pedacito, una sola migaja. Otros, de vuelta, sienten la irrefrenable curiosidad por morder esa piel que la mayoría se conforma con lamer, acariciar o enjabonar.
(Continuará...)
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