Abrimos las latas y escurrimos los pimientos. Los colocamos en una sartén amplia, que cubran bien el fondo, junto con los dientes sueltos de la cabeza, sin pelar y cubiertos de aceite de oliva.
Los arrimamos a fuego suave de forma que surjan tímidamente pequeños hervores en su superficie, siempre controlando que la intensidad del fuego sea muy baja. Los tendremos así aproximadamente 1 hora y media, dándoles continuas vueltas con ayuda de dos tenedores, sin pincharlos, para que se confiten por ambas caras.
Veremos que los pimientos enturbian el aceite y conforme se van confitando van acumulando en su superficie pequeños rastros de jugo caramelizado y el aceite se va limpiando. Es entonces el momento de retirarlos.
Los escurrimos con cuidado de que no se rompan, puesto que estarán muy frágiles y delicados. El aceite lo reservamos para confitar pimientos en otra ocasión o para freír unas patatas.
Colocamos los pimientos bien estirados sobre una bandeja de porcelana que pueda ir luego al horno, sin amontonarlos, como si fuera un puzzle, con ayuda de una brocha los pintamos con el aceite de la cocción y los horneamos 20 minutos a 120º para calentarlos y confitarlos si cabe, aún más.
Fuera del fuego, les damos una vez más brillo con aceite de oliva, los sazonamos con alguna sal gruesa de calidad y los servimos, solos, como guarnición de una asado o cubiertos de unas láminas de ventresca en aceite o unas mollejitas de cordero salteadas. No hace falta recordar que estos pimientos son la mejor guarnición, junto con una ensalada verde de la chuleta asada a la parrilla.
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