Es madrugada. Vengo de cenar de casa de mi hermano glotonio y verraco. Afortunadamente ninguna polícia de las tantas que hay por aquí (españolas, francesas, autonómicas, secretas...), me ha parado en control alguno, a pesar de las luces azules que han titilado en tres ocasiones al borde de la carretera. Siempre dan vértigo las fronteras, aunque esto no sea exactamente Bosnia ni Kosovo, y los límites prohibidos sean teóricamente inexistentes entre países, con esto de la nueva y magnífica Europa.
Tienen (las fronteras, digo), algo de mujer fatal, que atraen irremediablemente sin nunca saber por dónde te van a echar a perder, armándote un cisco de los de Dios es Cristo.
A lo que iba: el hermano glotonio ha sido, como acostumbra, generoso en grado sumo en su covacha digna de Le Corbusier o de Soitu Diseño y Arquitectura. Ni vinos ni viandas deliciosas han faltado a su mesa. Champagne para empezar, un tiramisú delicioso para acabar... pero va madurando con eso de la edad, y sabe ya que la excelencia no depende de lo caro del producto, sino de su mano portentosa que todo lo eleva a gloria, a poco que se esfuerce en los fuegos.
Además de ensaladas varias aliñadas con los mejores aceites y vinagres, mousses de canard, jamones deliciosos y otras lindezas, nos ha ofrecido costilla de cerdo, —primero confitadas y luego asadas junto a anaranjados orejones—. Estaba todo de quitar el hipo si se le añadía un pelín de sal. Ahí está en la foto lo que hemos zampado los comensales y comensalas, que, afortunadamente, eran hoy en la mesa más abundantas que abundantes.
En el momento que esto escribo, siguen allí de cháchara en deliciosa sobremesa, con música de jazz y de Otis Redding cantando a los aeroplanos que caen en la bahía, mientras los robles de fuera se siguen preguntando, qué es eso tan importante que este chichinabo tiene que hacer mañana por la mañana temprano para obligarse a hacer mutis por el foro en tamaña oportunidad.
Hay días en los que me pregunto lo mismo que los árboles
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