BARCELONA.- El Trabi, el cochecillo que derribó el Muro de Berlín cumple 50 años convertido en un objeto de culto. Pequeño, incómodo y glotón motorizó, durante tres décadas, a la extinta República Democrática Alemana antes de dar el salto al imaginario colectivo de la Alemania Unificada. Allí fue acogido con la misma simpatía que se reservaba a los «alucinados» alemanes orientales que, en 1991, atravesaron el Muro por primera vez.
Hoy, el Trabant, del que se llegó a fabricar una última versión con el motor del VW Polo en los 90, es un coche de culto que ha generado una pequeña industria de restauración.
El Trabant 601 se lanzó al mercado de la antigua RDA en 1958 aunque lo de «mercado» conviene matizarlo. Tras diez años de espera en el mejor de los casos, y contra la entrega del equivalente a tres años de salario, cualquier ciudadano que lo hubiera solicitado recibía su Trabant, del que existían tres variantes, una berlina de dos puertas de 3,51 metros, un «break» de tres puertas y una variante Tramp descapotable que se asemejaba en su planteamiento al añorado Mehári de Citroën.
El coche llevaba un motor de dos tiempos y dos cilindros de remoto origen DKW –la planta de Zwickau de esta marca que en tiempos fue parte integrante de Auto Union, lo que hoy es Audi, quedó en el Este tras la división del país- de 600 c.c y 26 caballos de potencia que apenas le permitía alcanzar los 100 kilómetros por hora y engullía nueve litros de mezcla –gasolina y aceite- cada 100 kilómetros. Ese combustible era el responsable de las humaredas blancas que el Trabant soltaba al acelerar en frío.
Lo más peculiar del coche era, sin embargo, la carrocería de Duraplast pintada en colores pastel (blanco, beige, celeste, naranja y verde claro). El Duraplast supuso una pequeña revolución en la construcción de automóviles aunque no tuvo seguidores en la producción occidental. Se trataba de un material a base de resina, algodón y serrín que se compactaba y se termoformaba. Con ello se paliaba la falta de acero a la que se enfrentó la industria germano-oriental de la posguerra y se daba salida a los excedentes de algodón del país. El Duraplast era un buen aislante térmico y no se oxidaba pero en caso de accidente se astillaba en lugar de deformarse. Además, al no ser biodegradable, el achatarramiento de los millares de Trabant que circulaban por el Este europeo –la planta de Zwickau llegó a fabricar más de tres millones de unidades- suponían un grave problema hasta que unos laboratorios dieron con unas bacterias modificadas genéticamente que se alimentaban... de Duraplast.
En 1991, la caída del Muro propició que los alemanes occidentales descubrieran esos petardeantes cochecillos de colorines que, cargados con miles de sus futuros compatriotas del Este, atravesaron el muro en busca de la anhelada libertad. Desde entonces, el Trabant, al que se bautizó rápidamente con el apelativo de «Trabi», se convirtió en uno de los iconos de la caída del comunismo y en los tenderetes del Berlín de principios de los 90 se vendían reproducciones de este pequeño utilitario junto a falsos trozos de muro y a inservibles monedas de marco orientales.
Hoy, el Trabant, del que se llegó a fabricar una última versión con el motor del Volkswagen Polo a finales de los 90, es un coche de culto que ha generado una pequeña industria de restauración. Son muchos los que han acabado en el desguace pero también existen cientos de aficionados, tanto en el Oeste como en el antiguo Este que han apostado por restaurar este simpático automóvil, pequeño, incómodo y glotón pero con un «glamour» difícil de igualar y con una historia fascinante bajo sus diminutas ruedecitas. Pocos coches pueden presumir de simbolizar la libertad de un país como este utilitario de ojos saltones que acaba de cumplir el medio siglo de vida.
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Qué gran coche. Vi uno el año pasado en la ex Alemania del Este y me enamoré de ellos. Me encantan!!