En las últimas semanas se ha reavivado en España el debate en torno al aborto. A uno, que era demasiado joven cuando se suscitó el primero, allá por los años 80, coincidiendo con su despenalización, le da en la nariz que este nuevo capítulo sobre la eufemísticamente llamada interrupción voluntaria del embarazo es un mal remake que unos y otros tratan de dirigir hábilmente en su favor, pero que no modificará sustancialmente ni el actual marco legal, ni la percepción que los ciudadanos tengan sobre el asunto.
La Conferencia episcopal dice defender la vida por encima de todo. Sin embargo, la historia de la Iglesia desmiente con frecuencia esta afirmación.
Sinceramente, no creo que el gobierno utilice este tema como una cortina de humo para tapar la mala situación económica. Cuando las llamas hace tiempo que nos pelan las barbas, no hay humo que nos impida sentir la quemazón. Y, además, desconfío radicalmente de los argumentos de quienes tratan de ver en cada acción, medida o declaración del gobierno que no esté relacionada con la actual crisis, un intento de evadir la dura realidad. Y no porque tenga un alto concepto de nuestros actuales mandatarios -que a buen seguro estarán dispuestos a utilizar maniobras de diversión cuando esto sea necesario, y tal vez la propia retirada de nuestras tropas en Kosovo no sea otra cosa-, sino porque, por si a alguien se le ha escapado, la condición humana trasciende, con permiso de Marx, la condición económica de los miembros de la especie, y el aborto, como otras tantas cuestiones, es algo terrible y dramáticamente real cuya regulación no puede ser simplemente considerada como un capricho de tal o cual presidente o ministra. Sobre todo, porque en todas las épocas las mujeres han abortado y seguirán haciéndolo.
La Iglesia, por su parte, se supone que es muy clara a este respecto: la defensa de la vida ante todo. La vida de los no nacidos en este caso; la de quienes agonizan, pero a los que no les ha llegado la hora, en el caso de la eutanasia. La vida entera. O al menos la que a la Iglesia le da la gana, y que no comprende, por ejemplo, la de los africanos que por no utilizar preservativo terminarán contrayendo un virus mortal; o la de aquellos que, condenados a una muerte segura, son sanados gracias a las células donadas por su hermano. Que no está bien eso de que la Ciencia obre milagros.
El caso es que ahora, como era de esperar, la jerarquía eclesiástica ha ido más allá de la modificación anunciada para reabrir un debate que algunos consideran cerrado. Y lo ha hecho tirando de su viejo ideario y lanzando una campaña de publicidad que, pese a su maniqueísmo, incomoda, inquieta y hasta remueve las conciencias de mucha gente. Y todo esto ha escandalizado a algunas almas cándidas y por supuesto descarriadísimas que aún no se han dado cuenta de que no hay que rehuir ese debate, de que regular el aborto no es como alquitranar una carretera, ni construir un viaducto, sino que requiere reflexión, respeto y responsabilidad profundas. Todo lo que brilla por su ausencia.
Por eso, y a pese a las manifestaciones multitudinarias que puedan producirse, quien pretenda hacer de este debate una pugna entre creyentes y ateos, o entre izquierdas y derechas se equivoca. Como yerran aquellos cofrades que de pronto han decidido hacerse más papistas que el Papa, y olvidando una vez más que su reino no es de este mundo (en realidad hace mucho que decidieron pasarse el mensaje de Cristo por el forro de la túnica) se dedican a dar lecciones de moralidad, que es mucho más guay que hacer voto de pobreza.
Uno, la verdad, no sabe muy bien a qué carta quedarse. Considerar el aborto como un avance social, incluso como un símbolo de la emancipación de la mujer en según qué supuestos parece razonable. Pero hacer bandera del mismo, restarle solemnidad, ver como algo normal la interrupción de la formación de un ser humano, nos conduce al nihilismo, si no a la barbarie. Y choca ver a hombres y mujeres que se presentan como adalides en la defensa por una sociedad más justa comulgar con ruedas de molino, confundiendo progreso con deshumanización, y convirtiendo las distancias que tratan de abrir con respecto a la Iglesia o las posturas más conservadoras en un verdadero desierto de paradojas e incomprensión.
Puedo llegar a ver la diferencia que hay entre un embrión de ocho semanas y un feto de veintiocho (aunque prefiero no tener ni que preguntarme en serio por qué veo razonable la eliminación del primero mientras que la del segundo me parece un asesinato; ni interrogarme por lo que nos diferencia de aquellos antiguos griegos, padres de la democracia, que se deshacían de los recién nacidos que sufrían algún tipo de malformación).
Pero, no entiendo a quienes suscriben al mismo tiempo que a) pegarle un cachete a un niño es un delito, b) que con 16 años una niña no puede votar, c) ni ir de excursión sin permiso paterno, d) pero sí estar capacitada para ir a la cárcel o e) para abortar sin consultarlo con nadie.
Algo no encaja. O tal vez soy yo, que me debo de estar haciendo mayor.
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